El alcohol desde tiempos remotos ha estado acompañando al hombre en sus
dichas y sus desventuras. Siempre ha sido considerado como el gran consuelo de
los abatidos por amor, de aquellos sin esperanza y de los desesperados. Si es cierto que unos traguitos nos
alegran, lo cierto es que cuando ya estamos alegres deseamos estar jubilosos.
El alcohol es un depresor del sistema nervioso central. Al principio crea
un sentimiento placentero pues eleva el nivel de dopamina en el organismo, pero
a su vez inhibe la actividad de la corteza cerebral encargada de la percepción
y de mantenernos alertas y alejados del peligro. Interrumpe los procesos de la
conciencia y del pensamiento, afectando nuestro comportamiento social.
Fácilmente podemos caer en las garras de su adicción, pues para logar su
efecto “tranquilizador” necesitamos una dosis cada vez mayor. Esto puede
conducir a intentar probar algo más fuerte aún. Por eso se le considera la
puerta de entrada para otras adicciones.
Además de que el alcohol afecta lentamente la totalidad de nuestros órganos
y funciones vitales, también crea situaciones imprevisibles de riesgo para la
vida o de violencia irracional y fatal, además de los accidentes de tránsito, los
cuales casi siempre se relacionan con el alcohol.
La familia, que es el primer núcleo de formación de valores del individuo,
a la cual después de Dios debemos darle nuestro mayor respeto y atención, se
vuelve disfuncional debido al alcoholismo.
Para algunos niños, una botella de bebida o una simple cerveza es algo
trascendental y positivo. Entra en la casa en estuche de regalo en días
festivos y se le recibe como a un invitado de honor. Es colocada en la mesa
central, acompañada casi siempre de música. Mamá y papá, que son “los que saben”,
se alegran al verla llegar porque es algo “bueno y no hará daño a nadie”. Le
autorizaron un dedito de cerveza para que lo pruebe en la cena familiar, pues
ya tiene 10 años; pero con guardada esperanza desea llegar pronto a los 15 y
así los deditos podrán aumentar.
Cuando un menor crece en un hogar donde la bebida es considerada un regalo
y no un peligro, ese peligro sin darnos cuenta irá creciendo para su futuro,
como un monstruo familiar. Esa es la herencia que le dejaremos, cuando ya no
podamos darle marcha atrás al tiempo y retirar del alcance de sus ojos y sus
manos esa botella de bebida.
Cerremos la puerta al enemigo solapado en traje de fiesta, siempre al
acecho de la paz de nuestro hogar y la salud presente y futura de nuestros
hijos. Por amor a ellos, nunca es demasiado tarde.
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